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Luces y sombras en la reforma al régimen de competencia

Luces y sombras en la reforma al régimen de competencia

El pasado 18 de noviembre se publicó la Ley de Fortalecimiento de las Autoridades de Competencia en Costa Rica, Ley No. 9736, norma que introduce ajustes notables en la vigilancia, promoción y control de la libre competencia.

Desde octubre del 2002 (El Financiero No. 381), en el 2005 (Boletín de la Coprocom No. 80) y en el 2008 (No. 383 de Actualidad Económica), elaboré las líneas generales de mi propuesta para la mejora de la vigilancia, promoción y control de la libre competencia. Lo mismo hice, reiteradamente, con ponencias presentadas en diversos foros y contribuciones más especializadas, siempre al amparo de mi idea de que la regulación de la libre competencia dejase de ser simbólica y adquiriera el lugar que la Constitución, desde su origen, le atribuye, sitial que el Legislador le ha negado históricamente, como lo evidencio en amplios estudios sobre el tema.

Cabe hacer ahora un balance de la reforma que, finalmente, se estimó políticamente viable, ejercicio que haré confrontando la ley con algunas de las líneas generales de mi propuesta, reservando el estudio de las restantes para otras oportunidades.

Medidas orgánicas. De forma reiterada, hice ver la necesidad de darle mayor independencia a la autoridad nacional de competencia, para lo que propuse, y lo mantengo, la idea de que fuese autoridad administrativa independiente, como sucede en el Derecho comparado. Mi tesis, lamentablemente, no fue oída. La medida adoptada no llegó a ese nivel, si bien se intentó, a mi juicio de modo insuficiente, aumentar el grado de independencia de la Coprocom, que, no obstante, seguirá siendo un órgano adscrito al MEIC, lo que, claramente, no es del todo conveniente, tal y como la experiencia se encargó de demostrar en un caso concreto. Propuse, también, desde aquel entonces, que los funcionarios del órgano decisor pasaran a ser de tiempo completo, medida que sí acogió el Legislador. El desafío, ahora, será lograr integrar a la Comisión con las personas idóneas, considerando las condiciones salariales disponibles, tema en el cual el Legislador dejó de lado el interés de remunerar adecuadamente a quienes vigilan y controlan poderosos carteles o agentes económicos. Esa decisión, políticamente potable, puede causar un efecto muy negativo en la puesta en práctica de la nueva Ley.

Separación de funciones. Sugerí, también, desde aquel momento, una nítida separación de funciones de los órganos de instrucción y de resolución. Las medidas adoptadas, en ese sentido, pudieron ser, técnicamente, más depuradas. La posibilidad de recurrir una buena cantidad de las decisiones del “Órgano Instructor” u “Órgano Técnico”, ante el “Órgano Superior” -que dicta el acto final-, deja grandes dudas en cuanto a la separación de funciones que correspondía asegurar. La más cuestionable es la posibilidad de recurrir la decisión que decide el inicio de los procedimientos y traslado de cargos, lo que expone al órgano decisor a un juicio de legalidad en el cual podría incurrir en un adelanto de criterio. A mi juicio, debió reducirse la intervención interlocutoria del Órgano Superior, a supuestos de manifiesta indefensión, como en el modelo español, reservando los restantes debates a la fase del recurso del acto final.

Medidas de procedimiento. Otra de las medidas que propuse, en su momento, fue regular un procedimiento de carácter bifásico, compuesto por una fase de instrucción y otra de decisión. La Ley regula el tema de ese modo, si bien introduce una fase previa a las indicadas, a saber, la fase investigación preliminar, para filtrar los casos y evitar iniciar la instrucción de aquellos que no lo merecen. Cabe plantear, en ese sentido, una importante reserva: los plazos máximos previstos para cada fase son muy extensos y, en todo caso, no hay sanción si se exceden, como en la práctica ha sucedido reiteradamente, lo cual ha sido censurado en la vía contencioso administrativa y podría producir la nulidad de todo lo actuado. En efecto, considerando los máximos -sin las prórrogas admitidas- en cada fase, un procedimiento “especial”, podría tomar hasta veintinueve meses y, si se agrega las prórrogas permitidas, treinta y seis meses, plazos excesivamente extensos y que no consideran los requeridos para resolver los múltiples recursos administrativos que admite la Ley, con lo que la cifra final podría ser muy superior.

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